Por Fernando García Marín
Desde el año 2001, casi sin interrupción, viajo una o dos veces al año a África para trabajar en nuestros proyectos allí, primero a Guinea Ecuatorial, y actualmente a Tabora, en el interior de Tanzania. En la mayoría de esos viajes participo en campañas de cirugía que duran ocho o diez días. Son campañas que se viven con una gran intensidad, vienen pacientes de toda la región, algunos desde muy lejos, con la expectativa de recibir un tratamiento que llevan años, o toda la vida, esperando. El primer día encontramos numerosas familias y pacientes, todos mirándonos con ojos de esperanza, pero la selección de pacientes que se pueden operar es difícil, siempre hay demasiados. Se establecen unos criterios e indicaciones, y se van sacando unos listados: para algunos supondrá una nueva vida, y para otros seguir esperando, o verse descartados para siempre: alegrías y decepciones, risas y llantos, felicidad y tristeza. Por nuestra parte, satisfacción e impotencia a partes iguales. Muchas sensaciones y emociones opuestas durante una semana de intenso trabajo.
Aunque las historias personales son múltiples, algunos pacientes se quedan especialmente grabados en la memoria. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Anastasia, una niña de 12 años con una fisura labiopalatina bilateral, una malformación congénita que en el África rural es entendida como una maldición, y supone exclusión social para aquellos pocos que sobreviven a la primera infancia. En la región de Tabora estos niños no habían tenido nunca la posibilidad de recibir un programa de tratamiento adecuado.
Aquel año vimos a Anastasia el primer día, y quedó programada para un par de días después. Se quedó allí fuera, con su madre, esperando. Pero cuando al fin llegó su turno, ocurrió que su madre no había entendido bien que la niña tenía que estar en ayunas, le había dado de comer y hubo que suspenderla. Después de dar muchas vueltas a los listados de pacientes pendientes, conseguimos programarla otra vez para el último día. Cada vez que entrábamos o salíamos del quirófano la veíamos allí, sentada junto a su madre en un banco, balanceando sus pies y mirándonos con timidez, apretando en sus manos algún juguete que le habíamos regalado. Así día tras día. En África se vive el paso del tiempo de otra manera.
Llegó el último día. Ya se había hecho de noche, y nos quedaban dos pacientes. Una era Anastasia, esperando esta vez ya en el antequirófano. Y, de repente, se fue la luz. Ya había ocurrido varias veces, pero ésta no conseguían arrancar el generador. Después de un rato eterno nos dijeron que no funcionaría hasta el día siguiente. Salimos a hablar con las dos familias: “lo sentimos mucho, esta vez ha sido imposible pero volveremos pronto, les localizaremos y operaremos a los niños…”. Sabíamos que no sería antes de seis meses, quizá un año. Y aquellos niños que se quedan sin operar muchas veces no los volvemos a ver, la decepción es muy dura para ellos, a las familias les cuesta mucho trabajo desplazarse, y algunos se mueren. En una región donde la mortalidad infantil ya es muy alta, estos niños son todavía más vulnerables. Nuestra enfermera se derrumbó, llorando al hablar con la madre de Anastasia, después de un día muy duro. Se volvió y nos dijo: “¿Quién os da permiso para jugar con las vidas de estas personas?”. Intenté consolarla: “no te preocupes”, le dije, “volveremos aunque sea sólo para operar a Anastasia”. La madre de Anastasia nos miro con una sonrisa resignada y salió andando con la niña de la mano. En África nadie se crea grandes expectativas.
Pasó casi un año y volvimos. Entre las familias que nos esperaban no estaba Anastasia. Pasó un día tras otro y Anastasia no apareció. Nadie sabía nada de ella.
Pasó un año más y volvimos otra vez. Ya no nos acordábamos de ella. Después de dos o tres días, una mañana, entre la gente que nos esperaba en la puerta, vimos un caso nuevo: una jovencita adolescente con un labio leporino bilateral. “¡Es Anastasia!”, gritó nuestra enfermera, que nunca la había olvidado.
La madre nos contó: “el año pasado intentamos venir, pero era época de lluvias, y los caminos estaban imposibles”. Nos contó también que Anastasia iba ahora al colegio, y era muy buena estudiante. Esta vez se operó sin problemas. Probablemente Anastasia estará ahora en su pequeña aldea, llevará ya una vida normal, irá cada día andando descalza al colegio, y en su cabeza habrá borrado cualquier recuerdo desagradable. A una niña así, capaz de superar tantas dificultades, le tiene que esperar un futuro prometedor.
Pingback: Presentación del libro “La España solidaria”